miércoles, junio 15

Bolivia revolucionaria, por Manuel Castells

Bolivia está una vez más inmersa en una revolución social y política. Y el drama boliviano puede afectar seriamente no sólo a ese sufrido pueblo, sino a la estabilidad de la región andina en su conjunto. El Presidente Carlos Mesa, intelectual respetado, personalidad independiente con talante negociador, intentó durante veinte meses encontrar una salida institucional a las reivindicaciones sociales y a las exigencias políticas contradictorias planteadas desde distintos sectores y bajo liderazgos diversos.
Incluso llegó a ganar un referéndum que aprobó sus propuestas. Pero la fuerza de los movimientos sociales de uno y otro signo bloqueó el funcionamiento del país y llegó a un límite que Carlos Mesa siempre rehusó cruzar: la represión violenta de los manifestantes. Por eso ha dimitido la semana pasada, rogando al Congreso que elija un Presidente provisional que convoque nuevas elecciones. A efectos prácticos, el Estado ha dejado de funcionar en Bolivia, con excepción de las Fuerzas Armadas, último recurso para restaurar el orden. Pero ése es un recurso que podría desencadenar la violencia generalizada en el país.
La incontenible explosión social en Bolivia surge de la voluntad popular del control de las riquezas naturales que encierra su tierra, de la reivindicación de autonomía de su región más rica y empresarial (Santa Cruz), de la afirmación identitaria indígena, de las reivindicaciones de los cultivadores de coca asediados por las exigencias estadounidenses de erradicación de sus plantaciones y de la crisis de legitimidad de una clase política tan desprestigiada como en casi toda América Latina. Y todo ello instrumentalizado y manipulado por intervenciones extranjeras de diverso orden. Lo paradójico es que la revuelta popular iniciada hace casi dos años tiene como origen una buena noticia: el descubrimiento de inmensos yacimientos de gas en la sureña provincia de Tarija (no en Santa Cruz, como se suele informar). Una explotación eficiente de este gas podría sacar a Bolivia de su pobreza, porque habría podido tener a dos mercados ricos y ávidos de gas: Chile y California, mediante un gasoducto al Pacífico a través de Chile.
Pero al ser éste el territorio que Chile arrebató a Bolivia hace más de un siglo, los bolivianos rechazaron la opción. Por otro lado, el anterior Presidente, Sánchez de Lozada, cedió la explotación futura a compañías extranjeras, principalmente a Repsol y a Petrobras. Y aquí funcionó la memoria histórica. Ya se llevaron los españoles el oro y la plata, y los estadounidenses el cobre y el estaño, y los brasileños el gas y el petróleo. Y así todas las riquezas que la Pacha Mama (la Madre Tierra) otorgaba a los bolivianos se convertían en fuente de expoliación y nuevo sufrimiento para beneficio de los extranjeros.
Ante ese sentimiento, ampliamente compartido por todas las regiones y todos los sectores populares, de nada sirvieron las llamadas a la racionalidad económica, a la necesidad de tecnología, inversión y canales de comercialización, al posicionamiento de Bolivia en la globalización. Lo que primero fue una exigencia de regalías y altos impuestos, que las empresas petroleras denunciaron como leoninos, acabó en el clamor por la nacionalización del gas y de todos los recursos naturales. Como se hizo con las minas tras la revolución de 1952. Pero sobre ese trasfondo de independencia económica se proyecta una compleja trama de intereses contradictorios.
El movimiento indigenista aymara, liderado por Felipe Quispe, se hace fuerte entre los pobres inmigrantes de El Alto, la gran ciudad de poblacines pobres en torno al aeropuerto de La Paz, y plantea la creación de una nación aymara. En el otro extremo del país, las elites empresariales de Santa Cruz, provincia rica (tiene petróleo y gas, pero en menor cantidad que el descubierto ahora), dinámica, autosuficiente, y con fuertes vínculos económicos con Brasil, reclaman una amplia autonomía que en algunos discursos se convierte en amenaza de secesión.
Y los cruceños recuerdan la revolución de 1952, cuando las milicias obreras y campesinas del oeste de Bolivia entraron a sangre y fuego en su ciudad para “aplastar a la oligarquía”. Pero los campesinos e indígenas del Oriente boliviano también se oponen a las elites de Santa Cruz han ocupado campos petrolíferos y ya se ha producido choques con los militantes separatistas cruceños.
En el ojo del huracán se encuentra el más influyente líder político de la protesta popular: Evo Morales, también aymara, pero opuesto al nacionalismo aymara, y dirigente del Movimiento al Socialismo (MAS), el punto de conexión entre los movimientos sociales y el sistema político.
Morales debe buena parte de su prestigio a la enemiga Estados Unidos, tras el llamamiento del embajador a votar contra él en las últimas elecciones presidenciales. Pero su fuerza en algunos sectores sociales no se traduce en popularidad. Según una encuesta reciente, su apoyo es tan sólo de 23% en Occidente y de 11% en Oriente. Además, Felipe Quispe es su enemigo y la poderosa Central Obrera Boliviana lo mira con desconfianza. En cambio, Evo Morales representa ideológicamente a la revolución bolivariana y tiene el apoyo material y moral de Chávez y, a través de él, de Fidel Castro.
Lo cual internacionaliza el conflicto en caso de victoria de Morales, que es hoy por hoy el más poderoso actor político: fue él quien hizo dimitir a Mesa. Para acabar de complicar las cosas, no hay que olvidar los intereses de los narcotraficantes (que no son lo mismo que los cocaleros), que quieren acabar con la interferencia estadounidense. Y las estrategias de las compañías petroleras (y de los gobiernos que tienen detrás, España y Brasil), que no quieren perder un negocio redondo. Y el nerviosismo de Estados Unidos ante una Bolivia que extienda la fiebre revolucionaria ya presente en Colombia y Ecuador y que amenaza en Perú.
Y las inquietudes de Chile ante una radicalizacion del nacionalismo boliviano en su frontera norte. Y la preocupación argentina por asegurarse un suministro de gas en una provincia fronteriza como Tarija. Además, la Iglesia aparece como mediadora de los conflictos y Benedicto XVI se juega su prestigio en su primer contacto con una crisis social en un país católico donde aún conserva influencia.
¿Y el Ejército? Su larga tradición golpista se interrumpió en 1982, cuando Estados Unidos se dio cuenta de que los militares bolivianos en el poder (García Meza) formaban parte esencial del narcotráfico. Desde entonces, el Ejército se ha mantenido en posiciones constitucionales. Y se sigue manteniendo neutral porque corre el peligro de dividirse si opta por una u otra opción. Pero puede haber intervención militar en dos situaciones. La primera es la amenaza de secesión de una parte del territorio nacional, ya sea Santa Cruz o el altiplano aymara. En este caso, sin lugar a dudas, habrá golpe. Por otro lado, si el caos se apodera del país y se produce un vacío institucional.
En ambos casos, la intervención militar no pondrá fin a la crisis. En realidad, puede radicalizarla. Y es que Bolivia está más allá de una lógica política. Ha entrado en una lógica revolucionaria, hecha de múltiples intereses y contradictorios proyectos, de sufrimiento, rabia y esperanza a la vez. Es tal vez el primer y más dramático resultado de la descomposición de las sociedades latinoamericanas provocada por unas políticas neoliberales que, tras su hundimiento, sólo han dejado ruinas en torno suyo.